«Una temporada en Tinker Creek» (1974). Annie Dillard.
Este no es un libro para leer con prisa. Este es un libro para saborear, para amar durante largos pasajes y, por qué no reconocerlo, para detestarlo durante otros en los que, aparentemente, parece que nada sucede. ¡Pero es que sí sucede! En cada párrafo de este ensayo aletea la mente inquieta e incansable de Dillard, que revolotea de un lado a otro de Tinker Creek, sin orden aparente pero llena de rigor.
Dillard tenía menos de 30 años cuando escribió Una temporada en Tinker Creek. Una grave neumonía casi le cuesta la vida, y, tras superarla, con 26 años, decidió trasladarse una temporada a un valle de la cordillera de los Apalaches y escribir. La obra recoge sus vivencias durante esa etapa, centradas en el análisis exhaustivo de la espectacular flora y fauna de la zona.
Claramente influenciada por Henry David Thoreau, Dillard nos lleva con ella a espiar a las ratas almizcleras; a sentarse a un metro de una serpiente venenosa y ver cómo un mosquito taladra sus duras escamas sin que ella se inmute; a contemplar a las ranas y los sapos en las charcas; a ver volar a las mariposas monarcas; a admirar árboles increíbles… Para alguien que vive tan inmersa en la naturaleza como yo, es una obra fascinante. Por momentos, me sentía ella. Sin embargo, nos separan dos cosas demasiado trascendentales: yo no creo en Dios y amo a los animales por encima de todas las cosas. Dillard salpica de divinidad la obra (aunque no pierde el rigor científico) y contempla a los animales con un desapego que a mí me resultaría complicado.
Una temporada en Tinker Creek ganó el Pulitzer de ensayo en 1975 y se ha convertido en un clásico de la escritura de naturaleza. Dillard domina la narración con un sentido del humor que la aligera, pero no nos engañemos: es esta una obra muy densa. De esas para saborear, para leer despacio, disfrutando de cada párrafo y releyendo muchos (al menos yo) porque sus saltos de un tema a otro a veces te obligan a volver atrás para recordar dónde estamos: en el puente, en el bosque, junto al lago, en su casa… ¡Por todas partes Dillard encuentra algo que describir, que admirar! Qué curioso: a medida que leía este ensayo me sentía cada vez más y más Dillard. También yo puedo quedarme pasmada y perder la noción del tiempo contemplando un árbol, un pequeño insecto, un pájaro. También salto de un lugar a otro sin orden, sin más ley que centrarme en lo que capta mi atención. Y, como ella, y a diferencia de Thoureau, no me interesa tanto dejar patente mi valiosa opinión sobre lo que veo como contarlo tal y como lo veo.